Al rompeel Alba (Por Brigitte de Ar)
Desde que Marlenus, el Ubar de Ar, me puso bajo su protección, yo paso las noches en sus aposentos, en unas pieles en la antesala de su dormitorio. Sólo en una ocasión, al poco de mi llegada, mi señor me permitió dormir con él… Fue una sola vez, pero suficiente como para que yo añore su calor cada noche al tumbarme cansada en mis frías pieles.
Hoy, cuando el primer rayo de sol ha entrado por la ventana de mi pequeña estancia, me he levantado y me he peinado recogiéndome el pelo hacia atrás. A mi señor le gusta verme la cara, y no soporta que mi cabello me la tape. Enseguida me he dirigido hacia su dormitorio. Al abrir la puerta, he notado su olor, ya familiar para mí. No penséis que se trata de uno de esos olores que desprenden los bárbaros que sólo se bañan cuando encuentran un río. No. Es un olor viril, pero suave. Ya me encargo yo de bañarle cuando llega al anochecer, cansado y deseoso de silencio y tranquilidad.
Al acercarme a él, he oído su respiración pausada, cuyo ritmo conozco tan bien desde que pasé aquella noche a su lado. En aquella ocasión, hice verdaderos esfuerzos para no dormirme, pues el sueño hace que la noche se convierta en día y que lo acontecido entre una y otra se reduzca a un segundo fugaz.
Mientras mis ojos se acostumbraban a la oscuridad, me he sentado en su cama. Sé que tengo que ser delicada en el momento de sacarle del sueño, y no dar por supuesto que él desea un despertar amoroso. Recuerdo un día, poco después de aquella noche que os comentaba, en que se me ocurrió meterme en su cama al amanecer, y despertarle con caricias y arrumacos. Aquel día me quedó claro para siempre que ese tipo de iniciativas no son de su agrado y que debo esperar a ser requerida por él.
¬– Buenos días, mi señor… Está amaneciendo, el sol asoma ya por detrás de las montañas… –. Mientras susurraba esas palabras he dudado de si sacudirle ligeramente, o esperar a que dijera algo. Cuando pronuncia las primeras frases del día, ya puedo intuir si ha descansado bien y está de humor o, por el contrario, pesa sobre él alguna preocupación y no desea que le importunen con nada.
– Brigitte, buenos días. He pasado calor esta noche. Por favor, cuídate de ponerme una ropa más ligera en la cama. ¿Cómo no estás pendiente de esas cosas? ¿Tengo que estarte persiguiendo siempre para que cumplas con tus obligaciones?
– Oh, señor, lo lamento. Hoy mismo buscaré un cubrecama que abrigue menos –.
Me he levantado y he ido a descorrer los pesados visillos. No he podido evitar que mis ojos se humedecieran. Espero que no sepáis lo que es amar a alguien, dar por él todo lo que eres, lo mejor de ti y, a pesar de eso, saber que nunca vas a ser de su completo agrado.
Pero yo soy fuerte. Ya en la Tierra tuve que pasar numerosas desventuras, así que he aprendido a valorar lo positivo que hay a mi alrededor, y a no hacer catástrofes de las pequeñas molestias. Al fin y al cabo, puedo estar contenta de tener una casa en la que albergarme y unas pieles con las que abrigarme en las noches de Ar. Otras kajiras mejores que yo duermen en la paja de los establos y se cubren con los sacos vacíos que abandonan allí sus señores.
No me he presentado… Disculpad mi descuido. Soy Brigitte, kajira de Ar, bárbara puesta al servicio de mi amado señor, miembro de la Casta azul de los Magistrados y del Consejo de la ciudad. Como habréis notado, todavía estoy aprendiendo lo que toda buena kajira debe saber, así que tened un poco de paciencia conmigo.
Si tenéis interés por conocer mi historia, os la iré contando en los escasos ratos en que mis obligaciones para con mi señor me lo permitan.
Os saludo y os invito a visitar los salones de la Gloriosa Ar. Allí me encontraréis casi cada noche, cansada por los trabajos del día, pero siempre feliz de acogeros y daros la bienvenida a la más célebre ciudad de Gor.
Hoy, cuando el primer rayo de sol ha entrado por la ventana de mi pequeña estancia, me he levantado y me he peinado recogiéndome el pelo hacia atrás. A mi señor le gusta verme la cara, y no soporta que mi cabello me la tape. Enseguida me he dirigido hacia su dormitorio. Al abrir la puerta, he notado su olor, ya familiar para mí. No penséis que se trata de uno de esos olores que desprenden los bárbaros que sólo se bañan cuando encuentran un río. No. Es un olor viril, pero suave. Ya me encargo yo de bañarle cuando llega al anochecer, cansado y deseoso de silencio y tranquilidad.
Al acercarme a él, he oído su respiración pausada, cuyo ritmo conozco tan bien desde que pasé aquella noche a su lado. En aquella ocasión, hice verdaderos esfuerzos para no dormirme, pues el sueño hace que la noche se convierta en día y que lo acontecido entre una y otra se reduzca a un segundo fugaz.
Mientras mis ojos se acostumbraban a la oscuridad, me he sentado en su cama. Sé que tengo que ser delicada en el momento de sacarle del sueño, y no dar por supuesto que él desea un despertar amoroso. Recuerdo un día, poco después de aquella noche que os comentaba, en que se me ocurrió meterme en su cama al amanecer, y despertarle con caricias y arrumacos. Aquel día me quedó claro para siempre que ese tipo de iniciativas no son de su agrado y que debo esperar a ser requerida por él.
¬– Buenos días, mi señor… Está amaneciendo, el sol asoma ya por detrás de las montañas… –. Mientras susurraba esas palabras he dudado de si sacudirle ligeramente, o esperar a que dijera algo. Cuando pronuncia las primeras frases del día, ya puedo intuir si ha descansado bien y está de humor o, por el contrario, pesa sobre él alguna preocupación y no desea que le importunen con nada.
– Brigitte, buenos días. He pasado calor esta noche. Por favor, cuídate de ponerme una ropa más ligera en la cama. ¿Cómo no estás pendiente de esas cosas? ¿Tengo que estarte persiguiendo siempre para que cumplas con tus obligaciones?
– Oh, señor, lo lamento. Hoy mismo buscaré un cubrecama que abrigue menos –.
Me he levantado y he ido a descorrer los pesados visillos. No he podido evitar que mis ojos se humedecieran. Espero que no sepáis lo que es amar a alguien, dar por él todo lo que eres, lo mejor de ti y, a pesar de eso, saber que nunca vas a ser de su completo agrado.
Pero yo soy fuerte. Ya en la Tierra tuve que pasar numerosas desventuras, así que he aprendido a valorar lo positivo que hay a mi alrededor, y a no hacer catástrofes de las pequeñas molestias. Al fin y al cabo, puedo estar contenta de tener una casa en la que albergarme y unas pieles con las que abrigarme en las noches de Ar. Otras kajiras mejores que yo duermen en la paja de los establos y se cubren con los sacos vacíos que abandonan allí sus señores.
No me he presentado… Disculpad mi descuido. Soy Brigitte, kajira de Ar, bárbara puesta al servicio de mi amado señor, miembro de la Casta azul de los Magistrados y del Consejo de la ciudad. Como habréis notado, todavía estoy aprendiendo lo que toda buena kajira debe saber, así que tened un poco de paciencia conmigo.
Si tenéis interés por conocer mi historia, os la iré contando en los escasos ratos en que mis obligaciones para con mi señor me lo permitan.
Os saludo y os invito a visitar los salones de la Gloriosa Ar. Allí me encontraréis casi cada noche, cansada por los trabajos del día, pero siempre feliz de acogeros y daros la bienvenida a la más célebre ciudad de Gor.
Caminios de la esclavitud I
Recuerdo el día en que mi amado señor me compró. Yo llevaba tres largos días de caminata por el desierto desde Puerto Kar, acompañada de otras cinco esclavas. Íbamos encadenadas en fila india, precedidas por Naujh, mercenario al servicio de Torvald. Éste era un modesto traficante de esclavas, de pieles y de cualquier cosa que pudiera reportarle beneficios.
Recuerdo el día en que mi amado señor me compró. Yo llevaba tres largos días de caminata por el desierto desde Puerto Kar, acompañada de otras cinco esclavas. Íbamos encadenadas en fila india, precedidas por Naujh, mercenario al servicio de Torvald. Éste era un modesto traficante de esclavas, de pieles y de cualquier cosa que pudiera reportarle beneficios.
Torvald no tenía ninguna clase de escrúpulos con nosotras. Pasamos aquellos tres días casi sin comer, tomando sólo algunos mendrugos de pan con algo de carne seca, y agua arenosa de la cantimplora de Naujh. Cuando el mercader se lo ordenaba, Naujh se acercaba complacido a nosotras y nos daba él mismo de beber, pues nuestras manos estaban atadas a la espalda. En una ocasión en que Torvald se ausentó un momento, Naujh me cogió por el pelo, tiró de él hacia atrás, puso su lengua sobre mi cuello y me lamió ascendiendo hasta mi boca. Cerré los ojos y sentí náuseas al notar cómo introducía su lengua hasta mi garganta, mientras arrimaba su cuerpo al mío y se frotaba sin importarle la cara de estupor de Na’ilah, la esclava que me seguía. La mirada amenazadora con que nos obsequió al notar que Torvald regresaba, bastó para que ninguna de nosotras osara decir nada en todo el día.
Después del agotador viaje llegamos a Ar con la ropa sucia y la piel y el cabello ásperos y polvorientos. Tordval, consciente de que no atraeríamos a ningún comprador con semejante aspecto, nos llevó a los baños públicos. Allí le dio dos tarskos de plata a una vieja ama arrugada, para que nos bañara, adecentara y vistiera. La vieja se alegró al ver las dos monedas en sus manos y, mostrando una sonrisa malévola y desdentada, le dijo a Tordval: “Déjelas un par de horas en mis manos, señor, y recuperará con creces su dinero”.
Lo primero que hizo fue quitarnos las raídas vestiduras que nos cubrían. Nos alineó y nos miró de arriba abajo sin pudor, recordando tal vez los tiempos en que su cuerpo era joven y firme. “Voy a tener mucho trabajo, zorritas, pero nadie os reconocerá cuando salgáis de aquí”. Nos hizo meternos en los baños y allí nos enjabonó ella misma con una esponja áspera. Si alguna se quejaba de que la rascaba demasiado, frotaba más fuerte, hasta que la piel enrojecía, y se reía a carcajadas. Después de lavarnos el cabello, todavía mojadas, nos rasuró el vello púbico. Nos miramos unas a otras avergonzadas de nuestra, ahora sí, completa desnudez. Después nos peinó, nos hidrató la piel con aceites de esencias y nos maquilló. A Na'ilah y a mí nos puso pendientes largos y collares de bisutería. Después nos vistió a todas con sencillas túnicas de color azul, ceñidas a la cintura con un cordón.
Acto seguido nos miró con aprobación y mandó a un esclavo a buscar a Torvald. Éste vino de inmediato acompañado de Naujh, y nos miró, sorprendido al ver la belleza que se ocultaba bajo nuestro lastimoso aspecto de los días anteriores. “Buen trabajo, anciana. No será la última vez que requiera tus servicios”. Torvald dejó un tarsko más en la palma de la vieja y le indicó a Naujh que nos llevara hasta el mercado. Noté los ojos del soldado imaginando lo que se ocultaba bajo mi túnica, y sentí miedo y repugnancia.
Camino de la esclavitud II
Así pues, me sorprendió comprobar que Naujh nos introducía en una estancia pequeña, amueblada sólo con una tarima circular rodeada por una veintena de lujosos asientos vacíos. Espesos cortinajes cubrían las paredes, haciendo que el ambiente resultara íntimo y muy privado. Más tarde supe que, a diferencia del resto del mercado, era necesario pagar una cierta suma de dinero para entrar allí. Si el visitante compraba una esclava, esa cantidad le era restituida; en caso contrario, la perdía y no tenía ningún derecho a reclamarla.
Noté que Naujh había cerrado la puerta, aunque no dejaba de mirarla inquieto, como si temiera que en cualquier momento alguien irrumpiera en la estancia. Con un ademán brusco nos indicó que subiéramos los tres escalones de madera que llevaban a la tarima.
- “A ver, putitas, ahora debo examinaros bien, antes de que lleguen los compradores”. Por primera vez vi de frente su mirada y sus ojos me parecieron dos ascuas. Se sentó en uno de los sillones y dijo arrastrando las palabras: “Torvald se enfadará mucho con vosotras y conmigo si no logra venderos a buen precio, así que ya sabéis lo que os toca…”. Una ruidosa carcajada dejó a la vista sus dientes ennegrecidos y desgastados. “Vais a tener que enseñar lo más hermoso que tenéis, y vais a empezar mostrándomelo a mí, que para algo he soportado vuestras charlas todos estos días”.
Todas le miramos con horror, salvo Na’ilah. Ella tenía un único objetivo, y la lascivia de Naujh le parecía un pequeño obstáculo en el que no valía la pena reparar. Lo tenía muy claro: ya que iba a ser comprada, mejor seducir a un señor rico y poderoso, que pagara una buena suma por ella. Seguro que ya contaría con servicio doméstico y que la vestiría con preciosos camisks, a juego con sandalias de tiras y adornos para el cabello. Nada le importaba más que eso, así que iba a desplegar todos sus encantos, a bailar, a hacerse desear y a atraer las miradas del caballero más opulento que se le pusiese delante.
Mis prioridades no eran las mismas, aunque era consciente de que eso en realidad nada importaba… La posición económica de mi futuro señor era secundaria para mí. Prefería un amo culto y bondadoso que uno rico y cerril.
- “A ver, Na’ilah… se te ve con ganas de empezar… desnúdate y baila para mí”. Na’ilah lo miró con cara desafiante, y empezó a aflojarse la cinta que le ceñía la túnica a la cintura. “Y tú, Brigitte, ven aquí a mi lado”. Yo no podía sino obedecer, así que me senté junto a él a pesar de la repulsión que sentía. Tras otra mirada furtiva a la puerta, empezó a aflojarse el pantalón y yo noté como todo mi cuerpo se tensaba y se ponía a temblar ante la sombría perspectiva de lo que me aguardaba.
(continuará)
Después del agotador viaje llegamos a Ar con la ropa sucia y la piel y el cabello ásperos y polvorientos. Tordval, consciente de que no atraeríamos a ningún comprador con semejante aspecto, nos llevó a los baños públicos. Allí le dio dos tarskos de plata a una vieja ama arrugada, para que nos bañara, adecentara y vistiera. La vieja se alegró al ver las dos monedas en sus manos y, mostrando una sonrisa malévola y desdentada, le dijo a Tordval: “Déjelas un par de horas en mis manos, señor, y recuperará con creces su dinero”.
Lo primero que hizo fue quitarnos las raídas vestiduras que nos cubrían. Nos alineó y nos miró de arriba abajo sin pudor, recordando tal vez los tiempos en que su cuerpo era joven y firme. “Voy a tener mucho trabajo, zorritas, pero nadie os reconocerá cuando salgáis de aquí”. Nos hizo meternos en los baños y allí nos enjabonó ella misma con una esponja áspera. Si alguna se quejaba de que la rascaba demasiado, frotaba más fuerte, hasta que la piel enrojecía, y se reía a carcajadas. Después de lavarnos el cabello, todavía mojadas, nos rasuró el vello púbico. Nos miramos unas a otras avergonzadas de nuestra, ahora sí, completa desnudez. Después nos peinó, nos hidrató la piel con aceites de esencias y nos maquilló. A Na'ilah y a mí nos puso pendientes largos y collares de bisutería. Después nos vistió a todas con sencillas túnicas de color azul, ceñidas a la cintura con un cordón.
Acto seguido nos miró con aprobación y mandó a un esclavo a buscar a Torvald. Éste vino de inmediato acompañado de Naujh, y nos miró, sorprendido al ver la belleza que se ocultaba bajo nuestro lastimoso aspecto de los días anteriores. “Buen trabajo, anciana. No será la última vez que requiera tus servicios”. Torvald dejó un tarsko más en la palma de la vieja y le indicó a Naujh que nos llevara hasta el mercado. Noté los ojos del soldado imaginando lo que se ocultaba bajo mi túnica, y sentí miedo y repugnancia.
Camino de la esclavitud II
El mercenario Naujh nos llevó encadenadas en fila india hasta el extremo oriental del mercado. Allí pude contemplar la carpa destinada a la venta de esclavas. Mi imaginación me había llevado a pensar que se trataría de un espacio amplio y abarrotado, lleno de gente ansiosa de gozar con la visión de las esclavas. Sus caras rudas reflejarían una mezcla de lujuria y envidia: el deseo de poseer una kajira se sumaría a la impotencia de lograrlo, al no disponer las castas bajas de recursos suficientes.
Así pues, me sorprendió comprobar que Naujh nos introducía en una estancia pequeña, amueblada sólo con una tarima circular rodeada por una veintena de lujosos asientos vacíos. Espesos cortinajes cubrían las paredes, haciendo que el ambiente resultara íntimo y muy privado. Más tarde supe que, a diferencia del resto del mercado, era necesario pagar una cierta suma de dinero para entrar allí. Si el visitante compraba una esclava, esa cantidad le era restituida; en caso contrario, la perdía y no tenía ningún derecho a reclamarla.
Noté que Naujh había cerrado la puerta, aunque no dejaba de mirarla inquieto, como si temiera que en cualquier momento alguien irrumpiera en la estancia. Con un ademán brusco nos indicó que subiéramos los tres escalones de madera que llevaban a la tarima.
- “A ver, putitas, ahora debo examinaros bien, antes de que lleguen los compradores”. Por primera vez vi de frente su mirada y sus ojos me parecieron dos ascuas. Se sentó en uno de los sillones y dijo arrastrando las palabras: “Torvald se enfadará mucho con vosotras y conmigo si no logra venderos a buen precio, así que ya sabéis lo que os toca…”. Una ruidosa carcajada dejó a la vista sus dientes ennegrecidos y desgastados. “Vais a tener que enseñar lo más hermoso que tenéis, y vais a empezar mostrándomelo a mí, que para algo he soportado vuestras charlas todos estos días”.
Todas le miramos con horror, salvo Na’ilah. Ella tenía un único objetivo, y la lascivia de Naujh le parecía un pequeño obstáculo en el que no valía la pena reparar. Lo tenía muy claro: ya que iba a ser comprada, mejor seducir a un señor rico y poderoso, que pagara una buena suma por ella. Seguro que ya contaría con servicio doméstico y que la vestiría con preciosos camisks, a juego con sandalias de tiras y adornos para el cabello. Nada le importaba más que eso, así que iba a desplegar todos sus encantos, a bailar, a hacerse desear y a atraer las miradas del caballero más opulento que se le pusiese delante.
Mis prioridades no eran las mismas, aunque era consciente de que eso en realidad nada importaba… La posición económica de mi futuro señor era secundaria para mí. Prefería un amo culto y bondadoso que uno rico y cerril.
- “A ver, Na’ilah… se te ve con ganas de empezar… desnúdate y baila para mí”. Na’ilah lo miró con cara desafiante, y empezó a aflojarse la cinta que le ceñía la túnica a la cintura. “Y tú, Brigitte, ven aquí a mi lado”. Yo no podía sino obedecer, así que me senté junto a él a pesar de la repulsión que sentía. Tras otra mirada furtiva a la puerta, empezó a aflojarse el pantalón y yo noté como todo mi cuerpo se tensaba y se ponía a temblar ante la sombría perspectiva de lo que me aguardaba.
(continuará)
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